Antes de la ley 20.720, nuestra antigua Ley de Quiebras fue objeto de inagotables críticas, las cuales en muchas oportunidades contrastaban el avance del derecho concursal comparado con la normativa nacional.


No obstante, la nueva legislación, que entró en vigencia el 2014, demostró ser igualmente fértil en la generación de detractores, paradójicamente, muchas de las deficiencias que fueron atribuyéndosele, habían sido ya alertadas durante la tramitación legislativa de la reforma a los procedimientos concursales.


Ahora bien, para ser justos, a la época en que la Ley 20.720, fue aprobada, la reforma concursal era necesaria y exigida por diversos actores en esta materia. Su entrada en vigencia supuso un avance considerable en la aceleración de los procedimientos judiciales y en la masificación de sus instituciones jurídicas, aunque no logró producir un aumento significativo en las tasas de recupero, ni tampoco alcanzar otras metas previstas al momento de su dictación.

Asimismo, la expectativa de contar con una justicia más especializada, separando los procedimientos dirigidos a las empresas, de aquellos que tenían por objeto resolver la insolvencia de los consumidores demostró, al poco andar, ser poco eficaz. El Legislador no contempló la posibilidad de establecer resguardos mínimos para evitar el abuso del sistema, y peor aún, creó incentivos muy debilitados para promover los procedimientos de reestructuración. En palabras sencillas, del pago ordenado a los acreedores, pasamos a la búsqueda del efecto extintivo como principal (y casi única) motivación subjetiva del procedimiento.

El 10 de mayo último fue publicado en el Diario Oficial la nueva Ley de Insolvencia – normativa N° 21.563 – que entrará en vigor dentro de los próximos tres meses y dispondrá de procedimientos simplificados de rápida tramitación y bajo costo de acceso tanto para las micro y pequeñas empresas.
Con todo, si bien podemos aplaudir los cambios, no aparece suficientemente justificada la modificación al procedimiento de renegociación de la persona deudora, esto es, del procedimiento concursal, que mal que mal, era una de las estrellas de la reforma de la Ley N° 20.720. Aquí se modificó los requisitos para la admisibilidad de la solicitud de inicio, eliminando la exigencia de no haber sido demandado por el acreedor. ¿Qué efecto práctico tiene esto? Que el deudor podría, ante la demanda del acreedor diligente, no sólo oponer las excepciones y alegaciones procesales que el legislador le franquea en juicio ejecutivo, sino, además, podrá incoar un procedimiento administrativo, el cual, de facto, suspenderá, o al menos entorpecerá, la prosecución del juicio en sede judicial.

El Tribunal Constitucional desaprovechó la oportunidad para reparar este error, sin aventurarse más allá del mero control de constitucionalidad, que, en este caso, era materialmente muy reducido en su extensión.

Finalmente, no resulta entendible que el Legislador haya permitido la opción de iniciar un procedimiento, ya trabada la litis, así como tampoco que el Ejecutivo no se haya advertido tal situación.